Discurso de Juan R. Torruella en el John Jay College of Criminal Justice
Discusión de algunos de los asuntos pendientes constitucionales y de derecho internacional planteados por la relación entre EE.UU. y P.R.
Presidente Travis y facultad de esta distinguida
institución, compañeros presentadores, miembros del estudiantado,
invitados y demás asistentes, muy buenas tardes a todos. Quisiera
comenzar mi exposición expresando mi agradecimiento por haberme dado la
oportunidad de participar en este foro tan importante, y discutiendo con
ustedes algunos asuntos que creo son de fundamental importancia para
los millones de ciudadanos de EE.UU. que residen en Puerto Rico y han
sido privados de sus derechos.
Debo confesar que me inquieta un poco presentar mis observaciones en este momento en particular, debido a la delicada situación y el estado incierto en el que se encuentran actualmente los Estados Unidos y Puerto Rico. Esto se debe, en primer lugar, a los dos casos cuyas resoluciones a cargo de la Corte Suprema de los EE.UU. continúan pendientes: Puerto Rico v. Sánchez VallePuerto Rico v. Franklin California Tax-Free TrustAcosta-Febo v. Franklin California Tax-Free Trust, los cuales ya han sido defendidos y están en espera de una resolución. En segundo lugar, el Congreso está considerando una legislación titulada “Ley para la Supervisión, Gerencia y Estabilidad Económica de Puerto Rico”, a la cual algún cínico con un morboso sentido del humor le ha asignado el acrónimo PROMESA (por sus siglas en inglés), y según la cual se colocará al Gobierno de Puerto Rico bajo una administración fiduciaria virtual del Gobierno y el Congreso de los Estados Unidos. En efecto, el resultado de cualquiera de los casos o el intento de aprobar este propuesto proyecto de ley, o ambas cosas, podrían dejar la mayoría o el total de mis comentarios de hoy en el ámbito de lo académico, o incluso volverlos irrelevantes.
Sobra decir que no puedo y no habré de especular públicamente acerca del resultado de estos casos, o lo que el Congreso, en su infinita sabiduría, tiene en reserva para Puerto Rico y sus ciudadanos. Pero creo que puedo señalar lo evidente con cierta seguridad: estos casos y/o esta legislación pueden cambiar drásticamente el escenario entre EE.UU.-Puerto Rico, dependiendo de qué caminos seleccione el tribunal para resolver las cuestiones básicas que los casos plantean, y qué finalmente apruebe el Congreso para "asistir" al pueblo de Puerto Rico. El producto final de los casos podría generar todo un espectro de resultados. Lo que el Congreso vaya a producir está por verse, pero si nos dejamos llevar por el denominado "borrador de discusión" que es PROMESA, no parece que Puerto Rico vaya a salir libre del puño colonial de pleno control autorizado por los Casos Insulares, sino que ese puño, de hecho, se apretará hasta causar una estrangulación virtual. He decidido proceder con los comentarios que he preparado, para presentarles varios asuntosque pienso podrían serles muy útiles como trasfondo cuando se resuelvan estos casos y/o cuando las iniciativas del Congreso den fruto.
Así que, sin más preámbulos, voy a comenzar.
Aunque estamos entrando ya en el siglo XXI y nuestra nación promueve activamente nuestra democracia al resto del mundo, lamentablemente no siempre practicamos lo que predicamos. Esto es especialmente cierto en referencia a los derechos políticos y constitucionales de quienes residen en nuestras varias jurisdicciones periféricas no estatales, en áreas que eufemísticamente llamamos "territorios" o "posesiones", cuando (y yo intentaré convencerlos de ello), por hecho y por derecho, son colonias. No debería existir duda alguna en cuanto a esta aseveración cuando se trata de Samoa Estadounidense, Guam o las Islas Vírgenes de los EE.UU., para las cuales, tan recientemente como el 13 de enero de este año, Estados Unidos rindió informes según requiere el Artículo 73(e) de la Carta de la Naciones Unidas, como parte de la Declaración Relativa a Territorios No Autónomos de la ONU.
Estados Unidos dejó de rendir estos informes para Puerto Rico en 1952, luego de varias representaciones ante las Naciones Unidas en las que se declaraba que Puerto Rico se había convertido en una entidad autónoma, gracias a la creación del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Pero en mi opinión, estas declaraciones no representaban la verdadera situación legal o constitucional del momento, ni han llegado a ser más acertadas en ningún otro momento hasta el presente. Si tienen duda alguna, los refiero a las declaraciones hechas por los Estados Unidos en el informe "amicus" presentado por el Fiscal General ante el Tribunal Supremo en Puerto Rico v. Sánchez Valle, en el cual los Estados Unidos alega que la aprobación de la autonomía para Puerto Rico en 1952 no cambió su estatus constitucional fundamental como territorio de los EE.UU., sujeto a la autoridad suprema del Congreso bajo la Cláusula Territorial.
Un ejemplo tal vez más inquietante y actual del control colonial del Congreso sobre Puerto Rico está en la legislación propuesta, PROMESA, en la cual, entre otras cosas, se establece una supuesta "Junta de Supervisión", una entidad no electa de siete miembros nombrados por el Presidente. Esta Junta tendrá el poder de imponer una fecha límite al Gobierno de Puerto Rico para que desarrolle un plan fiscal y presupuestario que cumpla con los criterios del Congreso, al igual que el derecho de rechazar las propuestas de Puerto Rico y substituirlas por las suyas. Puerto Rico, por supuesto, no será representado en la Junta de Supervisión: a diferencia de las versionesanteriores de la legislación,las cuales proponían que al menos dos de los (en aquel entonces) cinco miembros de la Junta deberían vivir o tener un domicilio comercial primario en Puerto Rico para ser nombrados, la versión presentada en la Cámara el martes solo requiere que un miembro "tenga una residencia primaria... o tenga un domicilio comercial primario" en Puerto Rico, dejando abierta la posibilidad de que ese puesto se otorgue a cualquier persona dispuesta a mudarse a Puerto Rico para cumplir con ese criterio. Aunque, teóricamente, el Gobernador sería parte de esta Junta, es tan solo un miembro "ex officio" sin derecho alguno para votar. Esta legislación también concede a la Junta la prerrogativa de demandar cualquier información y documentación que considere relevante al Gobierno de Puerto Rico, y requiere que la legislatura de Puerto Rico presente todas las leyes que apruebe, junto a los estimados de sus costos, a la Junta de Supervisión para evaluarlas rápidamente. Si la Junta determina que una ley no se ajusta al plan fiscal aprobado, podría unilateralmente ordenar que la ley se cambie o puede sencillamente desautorizar al Gobierno de Puerto Rico para impedir su imposición o aplicación. La Junta también podría exigir que el Gobierno de Puerto Rico envíe todo contrato y arrendamiento a la Junta para su aprobación. Y, claro, Puerto Rico también necesitará la aprobación de la Junta para "emitir deuda o garantía, intercambiar, modificar, readquirir, redimir o realizar transacciones similares con respecto a su deuda".
Hay otra estipulación escondida dentro de esta legislación que es tal vez más perniciosa para el futuro de Puerto Rico y su pueblo, dado lo limitado de sus terrenos y recursos naturales. Me refiero a la Sección 405 de PROMESA, la cual expondría miles de acres de tierras protegidas en Puerto Rico para el desarrollo privado. Hasta el propio Secretario del Interior ha criticado esta estipulación.
La legislación PROMESA es solo el capítulo más reciente. Existen más pruebas contundentes a lo largo de la historia que reflejan el control colonial de Estados Unidos sobre Puerto Rico. Un repaso de esta evidencia y la relación entre P.R. y EE.UU. demuestra que los problemas actuales de la Isla no solo eran predecibles, sino inevitables debido a los procesos sociales, económicos y políticos a los que han sido sujetos Puerto Rico y sus habitantes bajo la soberanía de los Estados Unidos.
El punto de partida para esta terrible situación fue el Tratado de París de 1898, el cual finalizó la Guerra Hispanoamericana. A modo de facilitar la cesión de Puerto Rico de España a Estados Unidos, el Tratado establece en su Artículo 9 que "[l]os derechos civiles y la condición política de los habitantes naturales de los territorios aquí cedidos a los Estados Unidos . . se determinarán por el Congreso". Esta estipulación no era compatible con la práctica constante y ley constitucional predominante hasta aquel momento, en relación a todas las demás adquisiciones territoriales de los Estados Unidos. En todos los casos anteriores, al adquirir un territorio adicional, se otorgaba la ciudadanía y los derechos estadounidenses a los habitantes de las tierras recién adquiridas, independientemente de los medios utilizados para añadir dichos territorios a las posesiones de la nación.
La nueva práctica establecida luego de la Guerra Hispanoamericana efectuó no solo una divergencia de las prácticas anteriores de los Estados Unidos, sino un retroceso para la situación en la que se encontraba Puerto Rico durante el dominio español. Bajo este dominio, la Isla era una provincia de España (el equivalente a un estado bajo el sistema de Gobierno de EE.UU.), y los puertorriqueños eran ciudadanos españoles y tenían derecho a elegir 16 delegados y 3 senadores en las Cortes Españolas (el equivalente a nuestro Congreso).
Aunque poco después de su llegada el General Miles había anunciado a la población puertorriqueña que los Estados Unidos promovería "su prosperidad[,] derramando sobre ustedes las garantías y bendiciones de las instituciones liberales de nuestro Gobierno", los Estados Unidos en su lugar impuso un régimen militar que abolió todo tipo de representación democrática en el gobierno local. Además, a pesar de las promesas grandilocuentes de Miles, las potencias coloniales negociaron el Tratado de París y promulgaron el Artículo IX sin la participación –sin tan siquiera una consulta– del pueblo de Puerto Rico. El Tratado y su Artículo IX fueron anunciados a los habitantes de Puerto Rico como un hecho consumado, por el cual fueron despojados de su ciudadanía y derechos españoles, y se les requirió lealtad a un nuevo supervisor colonial bajo el cual no tenían derecho alguno, excepto aquellos que les concediera en el futuro el Congreso, en el cual no tenían voto. Desde el punto de vista del derecho constitucional estadounidense, el Artículo IX era claramente inconstitucional, porque como dijo el juez Kennedy en Boumediene v. Bush, "[l]a Constitución le confiere al Congreso y al presidente el poder de adquirir, disponer de, y gobernar territorios, no el poder de decidir cuándo y dónde aplican sus términos". Y claro, no hace falta ser un genio para concluir que ni el Tratado de París ni ningún otro tratado puede superar la Constitución, al conceder poderes al Congreso que excedan los permitidos por dicho documento.
Sin embargo, la negociación del Tratado de París y su implementación lamentablemente coincidieron con un periodo de euforia imperialista. Las figuras políticas dominantes en los Estados Unidos eran partidarias entusiastas de la doctrina del destino manifiesto, la cual promovía el excepcionalismo americano y la expectativa de que los Estados Unidos, "gracias a las cualidades superiores de los anglosajones . . . y a sus instituciones democráticas, inevitablemente absorberían a sus vecinos".
Estados Unidos no hizo borrón y cuenta nueva. En 1856, la Corte Suprema había establecido categóricamente lo que los Estados Unidos podía hacer constitucionalmente con los territorios que adquiría. En el caso tan vilipendiado (por otras razones) de Scott v. Sanford, el juez presidente Roger Taney escribió: definitivamente en la Constitución no se le otorga poder alguno al gobierno federal para establecer o mantener colonias fronterizas con Estados Unidos o a, a ser regidas y gobernadas a su gusto, ni para extender sus fronteras territoriales de manera alguna, excepto mediante la admisión de nuevos estados. . . . [N]o se le otorga poder alguno para adquirir territorios para que sean mantenidos y gobernados en un carácter permanentemente [colonial].
A lo mejor más importante aún, la Corte de Sanford procedió a emitir la jurisprudencia de que la Cláusula Territorial en el Artículo I de la Constitución no aplicaba a los territorios adquiridos luego de que Estados Unidos declarara su independencia de Gran Bretaña. El juez presidente Taney sostuvo que la Cláusula Territorial solo era pertinente a las tierras poseídas al establecerse el tratado con Gran Bretaña en 1783, es decir, a los Viejos Territorios del Noroeste, pero que no aplicaba a las tierras adquiridas de ese momento en adelante. La Corte además dictaminó en 1886, en Yick Wo v. Hopkins, que la Decimocuarta Enmienda garantizaba derechos iguales a "todas las personas dentro de la jurisdicción territorial [de los Estados Unidos], sin importar cualquier diferencia en raza, color o nacionalidad". Pero estos fallos, este fundamental precedente, se ignoraría.
El historiador Rubin Francis Weston describe de modo contundente lo que realmente pasó en el ámbito político de esos tiempos en su libro Racism in U.S. Imperialism (Racismo en el Imperialismo de EE.UU.):
Aquellos que abogaron por la expansión en el extranjero se enfrentaron con este dilema: ¿qué tipo de relación tendrían los pueblos nuevos con la clase política? ¿Habría de ser una relación del periodo de reconstrucción, un intento de igualdad política para razas distintas? ¿O habría de ser el punto de vista sueño contrarrevolucionario que le negaba los derechos básicos de la constitución estadounidense a la gente de color? Las acciones del gobierno federal durante el periodo imperial y la relegación del negro a un estatus de ciudadano de segunda clase indican que el punto de vista sureño fue el que prevaleció. El racismo que ocasionó la relegación del negro a una posición social inferior se aplicaría a los territorios estadounidenses en el extranjero.
El advenimiento de esta manía imperialista y racista inició una salida pronunciada de las prácticas anteriores a las que he aludido.
La transición no fue exenta de desacuerdos. En el informe de 1899 de la Comisión de Carroll, nombrada por el presidente McKinley para investigar las condiciones predominantes en Puerto Rico, se concluyó que "no debería haber duda al aseverar que el pueblo [de Puerto Rico] tiene buenos argumentos para ser considerado capaz de ser autónomo". Desafortunadamente, el gobernador militar de Puerto Rico desafió las recomendaciones de la comisión, declarando que "[l]a gente [de Puerto Rico] por lo general no tiene concepto alguno de derechos políticos ligados a responsabilidades políticas".
Lo que siguió fue un debate mordaz en el Congreso, y dicho cuerpo tomó partido por el general Davis. Esta decisión fue sumamente influenciada por consideraciones de cómo afectaría una resolución progresista en el caso de Puerto Rico al proyecto complementario que trataba con las Filipinas. Sobre esto, un senador advirtió que deberíamos "cuidarnos de esos criollos del este, con aliento de pestilencia y un toque de lepra". Con esta atmósfera maliciosa de trasfondo, el Congreso procedió a promulgar la Ley Foraker de 1900. A través de esta ley, el Congreso logró sus dos metas más apremiantes: crear un mecanismo colonial para reemplazar el régimen militar que gobernaba a Puerto Rico desde su invasión, y recaudar fondos para esta nueva administración.
Este estatuto contemplaba el establecimiento de un gobierno civil compuesto de un gobernador nombrado por el Presidente, una corte suprema, y una cámara legislativa alta, con una cámara baja elegida por los puertorriqueños. Es importante señalar que también se instituyó un impuesto sobre los bienes importados a Puerto Rico desde Estados Unidos continental. Las ganancias obtenidas de este impuesto se utilizarían para sufragar los gastos del nuevo gobierno territorial. Debido a alegatos de que dicho impuesto infringía la estipulación de uniformidad de la Cláusula de Impuestos y Consumos de la Constitución, se cuestionó su constitucionalidad, y así fue que se llegó a los Casos Insulares, lo cual le dio la oportunidad al Tribunal Supremo de definir la relación entre EE.UU. y Puerto Rico, y de determinar el poder del Congreso sobre este último.
La Corte Suprema, que era prácticamente la misma corte que había validado la segregación racial en el sur durante Plessy v. Ferguson apenas cinco años antes en 1896, prestó atención al llamado de clarín de los imperialistas, contestó con jurisprudencias que avalaban su ideología antidemocrática y autorizó los esfuerzos del Congreso para alcanzar sus ideales en la gobernanza del nuevo imperio colonial de los Estados Unidos.
La Corte Suprema no solo ignoró por completo el precedente dominante de Loughborough v. Blake, resuelto en 1820, que había determinado incondicionalmente que la prohibición contra la falta de uniformidad en los impuestos aplicaba a los territorios (en este caso, el Distrito de Columbia), sino que, tal vez en un acto más deshonroso, eludió el inequívoco y explícito precepto constitucional declarado por el juez presidente Taney, que prohibía de manera indiscutible la creación o mantenimiento de colonias por los Estados Unidos. En lugar de seguir este precedente, la corte dio luz verde al Congreso para crear un sistema colonial estadounidense bajo la consigna de algo que la corte se inventó, en la supuesta doctrina de incorporación territorial. En conformidad con esta teoría, a los habitantes de Puerto Rico, como residentes de un "territorio no incorporado", se les habría de negar cualquier protección, salvo las más fundamentales en la constitución, y el Congreso obtuvo control pleno y casi ilimitado. La susodicha PROMESA propuesta por el Congreso, solo es el ejemplo más reciente de cómo el Congreso continúa ejerciendo estos poderes. Ha habido muchas otras manifestaciones a lo largo de los 116 años de dominio colonial de los EE.UU.
El estatus de Puerto Rico no ha cambiado ni un poquito en todo este tiempo, como tampoco el estatus de sus ciudadanos. Apenas cinco años después de que a los puertorriqueños se les otorgara la ciudadanía estadounidense en 1917, la Corte Suprema decretó –de manera bastante increíble– en Balzac v. Porto Rico, que lo único que significaba la concesión de la ciudadanía estadounidense para los puertorriqueños era que ellos se podían mudar a EE.UU. continental y allí ejercer sus derechos en pleno como ciudadanos, pero que no disfrutarían de la plenitud de sus derechos como ciudadanos de EE.UU. mientras residieran en Puerto Rico, como por ejemplo, en el caso de Balzac, el derecho a un juicio por jurado.
Si hace falta otro absurdo ejemplo de esta proposición, aquí estoy yo, un juez de la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos, en la segunda corte más alta de EE.UU., votando y decidiendo sobre casos que tienen trascendencia nacional, y que, como resido en Puerto Rico donde nací y tengo mis raíces, no puedo votar por el Presidente o Vicepresidente, ni exigir representación en el cuerpo legislativo que aprueba las leyes que gobiernan y afectan cada aspecto de mi vida en Puerto Rico. Si nos olvidamos por un momento de todos los conceptos de igual protección de las leyes, del debido proceso de ley, o incluso justicia, ¿tiene esto algún sentido?
Ya que mi tiempo es limitado y ya que quisiera exponer ante este foro los hechos que demuestran, más allá de toda duda razonable, cómo se ha abusado de Puerto Rico al clásico estilo colonial, y cómo esto nos ha llevado a nuestra lamentable situación actual, permítanme presentarles la definición del término "colonia", tomada del Diccionario de Ciencias Sociales de la Unesco. El término "colonia" allí se define como "un territorio, subordinado de varias maneras –política, cultural o económica– a un país más desarrollado [en el cual] el poder legislativo supremo y gran parte de la administración recae en el país dominante, que usualmente [es] de un grupo étnico distinto al de la colonia". Uno tendría que sufrir de una disfunción grave en todo el sentido de la palabra para concluir que esta definición no le cae como anillo al dedo al aplicarse a la relación entre EE.UU. y P.R.
Esta irrefutable condición colonial, resultado directo de los Casos Insulares y del régimen que legalizaron, continúa dictando el porvenir de la Isla y sus habitantes hoy día. Cualquier intento de descartar o circunvalar este estatus denigrante como la causa de su dilema actual es, en el mejor de los casos, delusivo. Esta es la causa predecesora y subyacente, y el catalítico actual de la debacle económica en la que Puerto Rico se encuentra, ya que ha capacitado, sino promovido, un abuso significante y continuo por parte del capital americano, en detrimento de Puerto Rico y sus ciudadanos, desde el primer día.
Podríamos calificar competentemente los años 1900 a 1945 como el periodo de las plantaciones arcanas. Previamente, a finales del régimen español, el café había sido el cultivo principal de Puerto Rico. El café tenía el doble de acres en siembra, al compararse con la caña de azúcar. Más del noventa por ciento de las haciendas tenían a sus propios dueños como empleados y estas, en promedio, contaban con cinco acres.
De la noche a la mañana, de hecho ya para el 1900, Puerto Rico se convirtió en una gran plantación azucarera, mayormente explotada por megaempresas del continente –las más grandes tenían base en Massachusetts, Nueva Jersey y Nueva York. La cantidad de acres cubiertos de caña de azúcar era casi el triple de lo que era en el año 1896 y, para el 1917, un número relativamente pequeño de individuos, asociaciones y corporaciones se adueñaron de casi todas las tierras bajas cultivables de Puerto Rico. La economía y la población de la Isla dependían totalmente de ese único cultivo que convertía la caña de azúcar cruda en melaza y la enviaba, al por mayor, al continente estadounidense para refinarla y convertirla en azúcar de mesa.
Estos gigantes azucareros produjeron dividendos tan altos como un 115% de sus inversiones, y cuatro de los más grandes recibieron un promedio en rendimiento de inversión de 22.5% entre 1923 y 1930. Tres de estos productores azucareros distribuyeron a sus accionistas más de $60 millones en dividendos entre 1920 y 1935 –equivalentes a más de $1,000 millones hoy en día. Así fue que la gran mayoría de las ganancias generadas por la fuerza laboral de Puerto Rico desapareció por siempre.
El periodo de las plantaciones arcanas dio paso a una gran población sin tierra, la cual vivía por debajo del umbral de la pobreza, apenas por encima de los requisitos para subsistir. Ochenta por ciento de la población rural estaba sin tierra. Aunque entre 1915 y 1925 el salario de la industria azucarera subió de 60 centavos diarios, el costo mínimo de una dieta familiar en las áreas de producción de azúcar era de 55.5 centavos diarios.
A pesar de que la industria azucarera puertorriqueña le pagaba a sus trabajadores un salario miserablemente bajo, esta no podía competir con otras áreas de producción azucarera sin la ayuda fundamental del gobierno federal. La industria azucarera comenzó a depender de la ayuda federal y esto dio paso a un patrón de dependencia de diversos apoyos federales que aumentaron de manera exponencial, convirtiéndose en una característica "permanente" de la economía puertorriqueña y, eventualmente, contribuyendo a su colapso cuando esta ayuda no estaba disponible o cuando estaba proporcionalmente disponible.
En 1930, el ingreso per cápita anual en Puerto Rico era una quinta parte del de los Estados Unidos, con tan solo $122. Durante los próximos tres años se redujo a $85 con la llegada de la Gran Depresión. Frente a unas condiciones que podrían desencadenar hambruna y con el trabajo agricultor limitado a solo una temporada del año, la población rural sin tierra acudió en manada a las ciudades, especialmente a San Juan. Surgieron grandes barrios con hasta 100,000 personas viviendo en condiciones deprimentes, impidiéndole al gobierno local poder proveer ayuda o alivio. Como lo describió un observador estadounidense:
En pocas palabras, vi miseria, enfermedad, mugre, suciedad. Sería suficientemente deplorable presenciarlo en cualquier otro lugar... Pero verlo en un territorio estadounidense, entre personas gobernadas por los Estados Unidos desde el 1898, en una región donde hemos logrado una responsabilidad federal por 43 años, es un impacto paralizante para los creyentes de los principiosestadounidenses de progreso y civilización.
Materia de reflexión, dadas las circunstancias actuales.
Del 1898 al 1933, los Estados Unidos gastó anualmente menos de tres cuartos de millón de dólares en Puerto Rico. Durante el mismo periodo, las empresas privadas estadounidenses convirtieron a Puerto Rico en un mercado cautivo. Para el año 1910, casi todas las exportaciones de Puerto Rico se destinaban a la nación estadounidense, un patrón que apenas ha cambiado hoy en día. Para 1940, Puerto Rico sería uno de los clientes más grandes de los EE.UU, al igual que uno de los mayores suplidores de materia prima. El patrón de la era azucarera continuó con la exportación de materia prima generada en la colonia, la cual se intercambiaba por productos acabados importados de la metrópolis, promoviendo a la vez un balance cada vez más negativo de pagos contra el lado colonial.
Como si no fuera suficiente, la ley de marina mercante de 1920, también conocida como la Ley Jones, requiere que toda carga marítima transportada entre la Isla y los EE.UU se traslade en embarcaciones construidas en EE.UU y tripuladas por marineros estadounidenses –ambos requisitos siendo los más caros en el campo marítimo. Por supuesto, esto conlleva un aumento en el costo de todo lo que es transportado desde y a Puerto Rico, incluyendo alimentos y otros artículos esenciales, lo cual pone a los bienes producidos en Puerto Rico en una desventaja competitiva. Hasta el día de hoy, enviar bienes desde la costa este de los EE.UU a Puerto Rico cuesta el doble de lo que cuesta enviarlos a la República Dominicana o a Jamaica.
La llegada del Nuevo Trato a Puerto Rico, y pronto después la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, trajeron consigo un poco de alivio para esta isla afligida. De 1940 a 1945, el salario de los trabajadores de caña de azúcar se duplicó a uno mayor (a la gran cantidad de 30 centavos la hora), y el desempleo bajó de un dieciocho por ciento en 1940 a un trece porciento en 1950. Esta reducción en el desempleo fue el resultado de gastos directos del gobierno federal de más de $257 millones entre 1933 y 1942, un cambio aparente en la política provocado por la anticipación de la Segunda Guerra Mundial, y la necesidad de fortificar a Puerto Rico para proteger la costa sur de los EE.UU y cualquier acceso al Canal de Panamá.
Puerto Rico se convirtió en un campamento militar virtual. La milicia se apropió de muchas tierras y eventualmente ocupó catorce por ciento de la superficie total de Puerto Rico – la mayor proporción de tierra ocupada por la milicia en cualquier jurisdicción estadounidense. Muchas bases militares estaban localizadas en espacios primordialmente agricultores y turísticos. Por los próximos sesenta años, sin olvidar las décadas de oposición de parte de administraciones locales sucesivas, las Fuerzas Marinas de los EE.UU. llevaron a cabo bombardeos aéreos y navales, al igual que operaciones anfibias en dos de las islas municipales habitadas por civiles, Vieques y Culebra. En 1999 –cuando esta oposición estalló enormes protestas civiles después de que mataron a un ciudadano en uno de los bombardeos–, las Fuerzas Marinas finalmente descontinuaron sus operaciones militares, pero contraatacaron a la población local al cerrar todas sus bases en Puerto Rico de la noche a la mañana, afectando en gran medida a la economía de la Isla. Hoy en día el Gobierno de los EE.UU. se rehúsa a limpiar o a compensar debidamente a los residentes por los daños ambientales, ecológicos y de salud que las operaciones militares causaron.
Ya que las acciones legales no tuvieron éxito alguno, a los residentes no les quedó de otra que solicitar un alivio al Congreso. Pero, claro está, nada ha sucedido, nuevamente porque los ciudadanos de segunda clase de Puerto Rico no tienen poder político alguno cuando se trata de esto.
El final de la Segunda Guerra Mundial y la creación de las Naciones Unidas, con su supuesta postura anticolonialista codificada en su Carta, abrieron nuevas posibilidades para muchos pueblos colonizados. Los Estados Unidos, como patrocinador principal de la ONU y de la descolonización de Gran Bretaña y Francia, fue obligado a reevaluar públicamente su relación con Puerto Rico y sus habitantes ciudadanos estadounidenses. El Congreso dio un paso estratégico en esa dirección en 1950 al decretar la Ley Pública 600, la cual autorizaba a los puertorriqueños a escribir su propia constitución, sujeta a la aprobación del Congreso. Luego, el Congreso aprobó –después de realizar unos cambios– una constitución puertorriqueña que proporcionaba una medida autonómica de alcance limitado, e incluía el derecho de elegir a un gobernador y a una legislatura, al igual que nombrar funcionarios gubernamentales, incluyendo jueces.
A ello le siguió una consulta apresurada a las Naciones Unidas de parte de los Estados Unidos, para buscar una dispensación para Puerto Rico de parte de la ONU que reportara los requisitos impuestos a aquellos países que tienen territorios que no son autónomos. Esto se logró mediante muchas trampas y forcejeos de parte de los representantes de los Estados Unidos junto a algunos líderes políticos puertorriqueños, un logro que algunos describieron, muy correctamente en mi opinión, como un "engaño monumental". Pues aunque estas acciones resultaron en la expulsión de Puerto Rico de la lista de colonias de la ONU, L.P. 600 fue, en el mejor de los casos, una medida estética. Los ciudadanos de Puerto Rico continuamos en desventaja nacionalmente, incapaces de votar por el Presidente o el Vicepresidente, de ser representados en el Congreso por representantes y senadores con voto, y sin tener voz ni voto en cuanto a las leyes que nos aplican.
Para la misma época en que la L.P. 600 se estaba promulgando, la industria azucarera finalmente murió en Puerto Rico, como víctima de los altos costos de producción y competencia de otras áreas que producían azúcar. Esto fue desarrollando el ímpetu detrás de "Operación Manos a la Obra", un programa de los gobiernos de Estados Unidos y Puerto Rico diseñado para crear una nueva base industrial en la Isla. Como resultado de este programa la base industrial en Puerto Rico creció exponencialmente en los cuarenta años subsiguientes.
Entre 1960 y 1976, las inversiones directas en la Isla se dispararon y Puerto Rico constituyó el cuarenta por ciento de todas las ganancias de las compañías estadounidenses en Latinoamérica. Esta bonanza la facilitaron las estipulaciones fiscales federales y puertorriqueñas, que parcial o completamente eximían a las corporaciones de los Estados Unidos que operaban en Puerto Rico de pagar impuestos. El estímulo luego continuaría con la creación de la Sección 936 del Código de Rentas Internas, aprobada en 1976, la cual, con el objetivo explícito de crear trabajos en Puerto Rico y otros territorios, otorgó incentivos contributarios aún mayores a las compañías de los EE. UU. que demostraran que la gran mayoría de sus ingresos eran derivados de fuentes en una "posesión". Para 1977 varias compañías grandes multinacionales reportaban que más de una cuarta parte de sus ganancias mundiales venían de sus operaciones en Puerto Rico. Las compañías de químicos y las farmacéuticas fueron las que más se beneficiaron del refugio de la Sección 936: Johnson & Johnson, Smith-Kline, Merck y Bristol-Meyers se ahorraron miles de millones de dólares en impuestos entre 1980 y 1990.
Pero estos días de prosperidad pronto llegarían a su fin como resultado de la avaricia corporativa. Firmas con gastos altos de investigación, desarrollo y mercadeo, pero que contaban con costos bajos de producción, transfirieron su producción, sus patentes y marcas registradas a subsidiarias en Puerto Rico para proteger todos los ingresos generados por estos productos de los impuestos federales sobre el ingreso. A pesar de que estas manipulaciones convirtieron a Puerto Rico en el centro líder de ganancias capitales de los Estados Unidos en el mundo entero, también le costaron al gobierno federal casi $3 mil millones al año, algunos años, en impuestos sobre el ingreso perdidos. Por supuesto,como en el caso de la industria azucarera, muy poco o casi nada de las ganancias de la Sección 936 permanecieron en la Isla.
En gran medida como resultado del abuso corporativo de la exención por la 936, el Congreso decidió hacer algo con esta estipulación en 1996. Desafortunadamente, en vez de arreglar la laguna reglamentaria, el Congreso eliminó la estipulación por completo. Esto llevó a que la mayoría de las compañías que disfrutaban de la Sección 936 se mudaran a áreas libres de impuesto como Irlanda, y a países que favorecen el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), como México. Las corporaciones se llevaron los trabajos que habían creado –la verdadera razón por la que en primer lugar se estableció la Sección 936– junto a cualquier oportunidad que Puerto Rico habría tenido para recuperarse del caos económico que dejó la industria azucarera, dejando así a miles de personas sin trabajo y sumergiendo la economía de Puerto Rico en una espiral descendente.
En el tormento de este llamado "espiral de muerte", la economía actual de Puerto Rico se ha vuelto aún más dependiente de las transferencias de los EE.UU. La Isla recibe aproximadamente $16,000 millones anuales en subsidios y asistencia del gobierno federal. Pero, el balance comercial entre Puerto Rico y el territorio continental sigue siendo el mismo. Cerca del 90% de las exportaciones de Puerto Rico van a Estados Unidos, mientras el continente es responsable de una proporción similar en importaciones. La totalidad de esta secuencia de eventos, comenzando desde la época de la economía azucarera hasta el presente, y la situación actual convierten a Puerto Rico –el cual ha contribuido más riquezas a los Estados Unidos que cualquier otro país en la historia y es uno de los mercados internos más grandes de bienes estadounidenses– en un conducto para que el gobierno federal subvencione la industria de los EE.UU., mientras los subsidios a la Isla inevitablemente son repatriados cuando los puertorriqueños compran productos hechos en el continente con esos fondos. Teniendo en cuenta este hecho económico, es especialmente irónico que el Congreso discrimine en contra de Puerto Rico y sus ciudadanos en la parcelación de estos fondos.
La desigualdad discriminatoria en subsidios cuando comparamos a los ciudadanos americanos en Puerto Rico con sus contrapartes en el continente es una larga tradición y, desafortunadamente, es autorizada por ley. La Corte Suprema ha justificado el trato discriminante del Congreso en contra de los residentes estadounidenses en Puerto Rico en dos casos –Harris v. Rosario– concluyendo que "mejores beneficios podrían interrumpir gravemente la economía puertorriqueña". Esta fue una conclusión que el juez Marshall lógicamente rechazó, pues lo interpretó como una aseveración similar a que el Congreso tenía la intención de ayudar a los más pobres menos y mantener a Puerto Rico en desventaja.
Incluso hoy en día, Puerto Rico solo recibe una fracción del apoyo federal otorgado a sus contrapartes en el continente. Por ejemplo, Puerto Rico recibe un poco más de una décima parte de la cantidad de fondos de Medicaid que se envía a estados más ricos que tienen poblaciones similares o más pequeñas. Y en Puerto Rico las tasas de reembolso son solo un 60 por ciento de las tasas en el continente. Lo mismo sucede con Medicare Advantage. En general, el gasto anual por afiliado de Medicare y Medicaid en Puerto Rico es el más bajo en los Estados Unidos. La situación es un elemento esencial de los problemas económicos de Puerto Rico, ya que el gobierno local se ve obligado a cubrir la falta de financiamiento de salud pública en Puerto Rico para proveer a su población beneficios de salud mínimos.
Las posibilidades de salir de este hoyo económico son pocas. Cada día en Puerto Rico once personas o familias pierden su hogar porque no son capaces de hacer sus pagos hipotecarios. Casi la mitad de la población vive bajo niveles de pobreza, frente a un 15.5% nacional o el 11% en Connecticut y el 17% en Oklahoma, estados que reciben $56 y $38 mil millones respectivamente en subsidios anuales, comparados con los $21 mil millones que se otorgan a Puerto Rico, a pesar de la cantidad de población semejante que tienen. A esto se debe añadir que el ingreso anual promedio por familia en Puerto Rico es de menos de $19,000, frente a los $70,000 y $48,000 en Connecticut y Oklahoma, respectivamente, y no llega tan lejos como el ingreso en el continente, en vista de los múltiples factores que aumentan el costo de vida en Puerto Rico sobre el de esos estados.
Tal y como se explicó anteriormente, en la actualidad e históricamente el problema básico y fundamental de la economía puertorriqueña siempre ha sido que esta es una economía que genera una cantidad significativa de riquezas, pero que se queda con muy poca, una circunstancia típicamente colonialista. Las industrias principales de Puerto rico –químicas, farmacéuticas, electrónicas y de manufactura de equipo científico– son todas dominadas e impulsadas por compañías multinacionales basadas en los EE.UU., cuyas ganancias netas de sus operaciones en Puerto Rico superaron los $14,000 millones solo en 1995. Es la misma historia cuando se habla de turismo, la segunda industria más grande en la Isla, la cual emplea al nueve por ciento de su fuerza laboral, con casi todos los hoteles pertenecientes o controlados por capital en los Estados Unidos. En conjunto, casi cuatro de cada diez dólares generados por trabajadores puertorriqueños terminan en las arcas de una firma estadounidense.
A esto agregamos una tasa de desempleo asombrosa: ahora casi en un doce por ciento, en los últimos diez años se ha acercado a un diecisiete por ciento y nunca ha bajado a menos de diez por ciento, y aun así es cinco por ciento más alto que la tasa de cualquier otro estado, o incluso Detroit que recientemente se acogió a la bancarrota bajo las secciones del Código de Quiebras que se le negaron a Puerto Rico. Es como resultado de estas autoridades y estos fenómenos que casi la mitad de los puertorriqueños viven bajo los niveles de pobreza de los Estados Unidos. Y es como resultado de esa pobreza endémica y desempleo que varias olas de puertorriqueños han emigrado a otras partes de los Estados Unidos. Actualmente estamos presenciando una ola como esta: desde el 2010, más de 178,000 puertorriqueños se han ido de la Isla para buscar trabajo. Hoy en día más puertorriqueños viven en los cincuenta estados que en la misma isla.
En este contexto, era inevitable que Puerto Rico eventualmente enfrentaría una grave crisis fiscal, una que mayormente la causó y prolongó su condición política castrada. La era de las plantaciones arcanas ha dejado a Puerto Rico y a su pueblo en un estado económicamente deprimido. La anulación de la Sección 936 por parte del Congreso sin proveer alternativa alguna para mitigar la consiguiente enorme pérdida de trabajos, acortó la recuperación económica de la Isla; la recesión económica del continente arruinó la economía de Puerto Rico, que ya era frágil y dependiente por su estatus de colonia; y, finalmente, el éxodo masivo de puertorriqueños buscando trabajo en otras partes, personas que en su mayoría eran altamente calificadas y productivas, redujo enormemente la base contributiva de la Isla y disminuyó los ingresos. En conjunto, todos estos eventos tuvieron un efecto negativo y multiplicador, el cual destruyó la base económica de Puerto Rico y su gobierno.
Como era de esperarse, Puerto Rico fue abandonado por aquellos que se beneficiaron de los buenos tiempos de los años 1960, 1970 y 1980. Aunque Puerto Rico ni ninguna de sus instrumentalidades había caído en impagos en cualquier obligación de deuda, varias de las entidades calificadoras, encabezadas por Moody's, gradualmente fueron degradando los bonos de Puerto Rico por primera vez en su historia, anticipando un impago. Esto tuvo un efecto dominó, desencadenando clausulas de aceleración, aumentando las tasas de interés para que el Gobierno pudiera tomar prestado, reduciendo el acceso a mercados capitales, y limitando aún más la liquidez y la flexibilidad económica de estas entidades. Los eventos que han ido surgiendo son cuestiones de dominio público y no necesitan repetirse en detalle aquí.
El indiscutible y subyacente hecho y la causa del dilema de la Isla es que hay un indudable déficit democrático en la relación entre los EE.UU. y Puerto Rico. Este déficit sencillamente no se puede cuestionar seriamente en 2016, particularmente porque una gran mayoría de los votantes puertorriqueños claramente rechazaron el estatus actual en el plebiscito del 2012.
Más allá de la naturaleza evidentemente inconstitucional de este régimen colonial, numerosos acuerdos internacionales que los Estados Unidos ha firmado requieren que específicamente actúe para terminar con esta relación denigrante colonial, y que otorgue equidad política a todos sus ciudadanos. Encabezando este cuerpo de derechos convencionales está el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ICCPR, por sus siglas en inglés), un acuerdo internacional que 104 naciones habían ratificado cuando el Senado de los Estados Unidos siguió su ejemplo el 12 de abril de 1992. A través de un lenguaje unívoco, los Estados Unidos acordó que "todas las personas tienen el derecho a la autodeterminación", y que "en virtud de ese derecho, libremente determinarán su estatus político". También prometió que todo ciudadano "podrá tener" el derecho a votar y aceptó adoptar cualquier ley o medida que se podría requerir para garantizar ese derecho y todos los demás en el ICCPR.
Los Estados Unidos no solo no ha movido un dedo para cumplir con las obligaciones claras de este convenio, sino que ha activamente opuesto en las cortes cualquier intento de asegurar la implementación doméstica de sus estipulaciones. Tenemos el ejemplo más célebre de esto en el caso de Igartúa de la Rosa v. Estados Unidos, en el cual el primer circuito determinó que el lenguaje del ICCPR no establece que el tratado constituye una "aplicación directa" y por tanto esos derechos no se pueden imponer en ausencia de una legislación doméstica con ese fin. Esta conclusión es completamente errónea por muchas razones que requerirían demasiado tiempo para explicar en esta ocasión. Basta señalar para propósitos de este escrito, que esta conclusión directamente infringe la aceptación del Senado al ratificar el ICCPR de que el gobierno federal estaba, en virtud de la ratificación, obligado a hacer cumplir el tratado. Resulta increíblemente difícil entender cómo una corte pudo concluir que el ICCPR, repleto de lenguaje determinativo, no es vinculante ni de aplicación directa. La relación colonial de Puerto Rico con los Estados Unidos no solo infringe nuestra ley constitucional, sino también múltiples tratados internacionales que ahora son, según las propias acciones de Senado, leyes estadounidenses.
Ha sido a propósito que no he discutido la contribución de la clase política de Puerto Rico al fiasco en que la Isla actualmente se encuentra, pues aunque indudablemente se lleva algo de la culpa porque, primero que todo, dicha incursión significaría una discusión sin algún final previsible o resultado productivo, y segundo porque al final, si es que en algún punto hallamos un final, todo lo que encontraríamos sería que la causa subyacente y principal de los problemas de Puerto Rico es su propia condición colonial. Aunque las entidades políticas de Puerto Rico han inevitablemente desempeñado un papel, el de ellas no solo ha sido uno limitado y parroquial, sino que, aún más importante en mi opinión, no ha sido uno decisivo. Cualquier distracción de esa verdad fundamental, de que nuestra condición colonial es la causa principal del desastre al que nos enfrentamos ahora, resta valor a cualquier esfuerzo de encontrar una solución.
Para mi, no cabe la menor duda cuando contemplo cuál es el camino oportuno para terminar con el colonialismo perene de Puerto Rico. Para no correrme el peligro de simplificar demasiado un problema que no es para nada simple ni fácil de resolver, me atrevo a sugerir que lo que tenemos aquí es un problema inmenso de derechos civiles, el cual solo se puede mejorar adoptando una agenda de derechos civiles y participando de los tipos de acciones que han demostrado ser eficaces en la promoción de los derechos civiles. No tenemos que reinventar la rueda. Hay muchísimos éxitos de donde podemos sacar ejemplos e inspiración. Hace rato es hora de que los puertorriqueños unan sus esfuerzos en este frente. De hecho, en todo caso, un movimiento como este debió de haberse dado hace tiempo.
Por último, me quiero disculpar por terminar en un tono más sombrío del que he usado hasta el momento. Mi observación final es esta: si algo nos enseña la historia es que las acciones extremas provocan respuestas extremas. Cualquier criatura que se acorrala, se defenderá. Si el Congreso continúa en el camino que está forjando, si PROMESA es un reflejo de sus intenciones con Puerto Rico, debe ser consciente de que sus acciones abusivas no desencadenarán desobediencia civil o resistencia, sino radicalización o violencia directa como la que Puerto Rico vio en los 1930, 1940 y 1950. Ya hay susurros e indicios al respecto. Y así les dejo con un último pensamiento: esperemos que el Congreso y otros en posiciones importantes tomen nota y consideren las consecuencias potencialmente explosivas de la PROMESA que el Congreso le hace a Puerto Rico y a su población de ciudadanos estadounidenses que, incluso en el contexto de una relación de explotación como la de Estados Unidos hacia Puerto Rico, es completamente escandalosa.
Agradezco su paciencia y atención. Les deseo el mayor de los éxitos en esta encomiable conferencia y de más.
Debo confesar que me inquieta un poco presentar mis observaciones en este momento en particular, debido a la delicada situación y el estado incierto en el que se encuentran actualmente los Estados Unidos y Puerto Rico. Esto se debe, en primer lugar, a los dos casos cuyas resoluciones a cargo de la Corte Suprema de los EE.UU. continúan pendientes: Puerto Rico v. Sánchez VallePuerto Rico v. Franklin California Tax-Free TrustAcosta-Febo v. Franklin California Tax-Free Trust, los cuales ya han sido defendidos y están en espera de una resolución. En segundo lugar, el Congreso está considerando una legislación titulada “Ley para la Supervisión, Gerencia y Estabilidad Económica de Puerto Rico”, a la cual algún cínico con un morboso sentido del humor le ha asignado el acrónimo PROMESA (por sus siglas en inglés), y según la cual se colocará al Gobierno de Puerto Rico bajo una administración fiduciaria virtual del Gobierno y el Congreso de los Estados Unidos. En efecto, el resultado de cualquiera de los casos o el intento de aprobar este propuesto proyecto de ley, o ambas cosas, podrían dejar la mayoría o el total de mis comentarios de hoy en el ámbito de lo académico, o incluso volverlos irrelevantes.
Sobra decir que no puedo y no habré de especular públicamente acerca del resultado de estos casos, o lo que el Congreso, en su infinita sabiduría, tiene en reserva para Puerto Rico y sus ciudadanos. Pero creo que puedo señalar lo evidente con cierta seguridad: estos casos y/o esta legislación pueden cambiar drásticamente el escenario entre EE.UU.-Puerto Rico, dependiendo de qué caminos seleccione el tribunal para resolver las cuestiones básicas que los casos plantean, y qué finalmente apruebe el Congreso para "asistir" al pueblo de Puerto Rico. El producto final de los casos podría generar todo un espectro de resultados. Lo que el Congreso vaya a producir está por verse, pero si nos dejamos llevar por el denominado "borrador de discusión" que es PROMESA, no parece que Puerto Rico vaya a salir libre del puño colonial de pleno control autorizado por los Casos Insulares, sino que ese puño, de hecho, se apretará hasta causar una estrangulación virtual. He decidido proceder con los comentarios que he preparado, para presentarles varios asuntosque pienso podrían serles muy útiles como trasfondo cuando se resuelvan estos casos y/o cuando las iniciativas del Congreso den fruto.
Así que, sin más preámbulos, voy a comenzar.
Aunque estamos entrando ya en el siglo XXI y nuestra nación promueve activamente nuestra democracia al resto del mundo, lamentablemente no siempre practicamos lo que predicamos. Esto es especialmente cierto en referencia a los derechos políticos y constitucionales de quienes residen en nuestras varias jurisdicciones periféricas no estatales, en áreas que eufemísticamente llamamos "territorios" o "posesiones", cuando (y yo intentaré convencerlos de ello), por hecho y por derecho, son colonias. No debería existir duda alguna en cuanto a esta aseveración cuando se trata de Samoa Estadounidense, Guam o las Islas Vírgenes de los EE.UU., para las cuales, tan recientemente como el 13 de enero de este año, Estados Unidos rindió informes según requiere el Artículo 73(e) de la Carta de la Naciones Unidas, como parte de la Declaración Relativa a Territorios No Autónomos de la ONU.
Estados Unidos dejó de rendir estos informes para Puerto Rico en 1952, luego de varias representaciones ante las Naciones Unidas en las que se declaraba que Puerto Rico se había convertido en una entidad autónoma, gracias a la creación del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Pero en mi opinión, estas declaraciones no representaban la verdadera situación legal o constitucional del momento, ni han llegado a ser más acertadas en ningún otro momento hasta el presente. Si tienen duda alguna, los refiero a las declaraciones hechas por los Estados Unidos en el informe "amicus" presentado por el Fiscal General ante el Tribunal Supremo en Puerto Rico v. Sánchez Valle, en el cual los Estados Unidos alega que la aprobación de la autonomía para Puerto Rico en 1952 no cambió su estatus constitucional fundamental como territorio de los EE.UU., sujeto a la autoridad suprema del Congreso bajo la Cláusula Territorial.
Un ejemplo tal vez más inquietante y actual del control colonial del Congreso sobre Puerto Rico está en la legislación propuesta, PROMESA, en la cual, entre otras cosas, se establece una supuesta "Junta de Supervisión", una entidad no electa de siete miembros nombrados por el Presidente. Esta Junta tendrá el poder de imponer una fecha límite al Gobierno de Puerto Rico para que desarrolle un plan fiscal y presupuestario que cumpla con los criterios del Congreso, al igual que el derecho de rechazar las propuestas de Puerto Rico y substituirlas por las suyas. Puerto Rico, por supuesto, no será representado en la Junta de Supervisión: a diferencia de las versionesanteriores de la legislación,las cuales proponían que al menos dos de los (en aquel entonces) cinco miembros de la Junta deberían vivir o tener un domicilio comercial primario en Puerto Rico para ser nombrados, la versión presentada en la Cámara el martes solo requiere que un miembro "tenga una residencia primaria... o tenga un domicilio comercial primario" en Puerto Rico, dejando abierta la posibilidad de que ese puesto se otorgue a cualquier persona dispuesta a mudarse a Puerto Rico para cumplir con ese criterio. Aunque, teóricamente, el Gobernador sería parte de esta Junta, es tan solo un miembro "ex officio" sin derecho alguno para votar. Esta legislación también concede a la Junta la prerrogativa de demandar cualquier información y documentación que considere relevante al Gobierno de Puerto Rico, y requiere que la legislatura de Puerto Rico presente todas las leyes que apruebe, junto a los estimados de sus costos, a la Junta de Supervisión para evaluarlas rápidamente. Si la Junta determina que una ley no se ajusta al plan fiscal aprobado, podría unilateralmente ordenar que la ley se cambie o puede sencillamente desautorizar al Gobierno de Puerto Rico para impedir su imposición o aplicación. La Junta también podría exigir que el Gobierno de Puerto Rico envíe todo contrato y arrendamiento a la Junta para su aprobación. Y, claro, Puerto Rico también necesitará la aprobación de la Junta para "emitir deuda o garantía, intercambiar, modificar, readquirir, redimir o realizar transacciones similares con respecto a su deuda".
Hay otra estipulación escondida dentro de esta legislación que es tal vez más perniciosa para el futuro de Puerto Rico y su pueblo, dado lo limitado de sus terrenos y recursos naturales. Me refiero a la Sección 405 de PROMESA, la cual expondría miles de acres de tierras protegidas en Puerto Rico para el desarrollo privado. Hasta el propio Secretario del Interior ha criticado esta estipulación.
La legislación PROMESA es solo el capítulo más reciente. Existen más pruebas contundentes a lo largo de la historia que reflejan el control colonial de Estados Unidos sobre Puerto Rico. Un repaso de esta evidencia y la relación entre P.R. y EE.UU. demuestra que los problemas actuales de la Isla no solo eran predecibles, sino inevitables debido a los procesos sociales, económicos y políticos a los que han sido sujetos Puerto Rico y sus habitantes bajo la soberanía de los Estados Unidos.
El punto de partida para esta terrible situación fue el Tratado de París de 1898, el cual finalizó la Guerra Hispanoamericana. A modo de facilitar la cesión de Puerto Rico de España a Estados Unidos, el Tratado establece en su Artículo 9 que "[l]os derechos civiles y la condición política de los habitantes naturales de los territorios aquí cedidos a los Estados Unidos . . se determinarán por el Congreso". Esta estipulación no era compatible con la práctica constante y ley constitucional predominante hasta aquel momento, en relación a todas las demás adquisiciones territoriales de los Estados Unidos. En todos los casos anteriores, al adquirir un territorio adicional, se otorgaba la ciudadanía y los derechos estadounidenses a los habitantes de las tierras recién adquiridas, independientemente de los medios utilizados para añadir dichos territorios a las posesiones de la nación.
La nueva práctica establecida luego de la Guerra Hispanoamericana efectuó no solo una divergencia de las prácticas anteriores de los Estados Unidos, sino un retroceso para la situación en la que se encontraba Puerto Rico durante el dominio español. Bajo este dominio, la Isla era una provincia de España (el equivalente a un estado bajo el sistema de Gobierno de EE.UU.), y los puertorriqueños eran ciudadanos españoles y tenían derecho a elegir 16 delegados y 3 senadores en las Cortes Españolas (el equivalente a nuestro Congreso).
Aunque poco después de su llegada el General Miles había anunciado a la población puertorriqueña que los Estados Unidos promovería "su prosperidad[,] derramando sobre ustedes las garantías y bendiciones de las instituciones liberales de nuestro Gobierno", los Estados Unidos en su lugar impuso un régimen militar que abolió todo tipo de representación democrática en el gobierno local. Además, a pesar de las promesas grandilocuentes de Miles, las potencias coloniales negociaron el Tratado de París y promulgaron el Artículo IX sin la participación –sin tan siquiera una consulta– del pueblo de Puerto Rico. El Tratado y su Artículo IX fueron anunciados a los habitantes de Puerto Rico como un hecho consumado, por el cual fueron despojados de su ciudadanía y derechos españoles, y se les requirió lealtad a un nuevo supervisor colonial bajo el cual no tenían derecho alguno, excepto aquellos que les concediera en el futuro el Congreso, en el cual no tenían voto. Desde el punto de vista del derecho constitucional estadounidense, el Artículo IX era claramente inconstitucional, porque como dijo el juez Kennedy en Boumediene v. Bush, "[l]a Constitución le confiere al Congreso y al presidente el poder de adquirir, disponer de, y gobernar territorios, no el poder de decidir cuándo y dónde aplican sus términos". Y claro, no hace falta ser un genio para concluir que ni el Tratado de París ni ningún otro tratado puede superar la Constitución, al conceder poderes al Congreso que excedan los permitidos por dicho documento.
Sin embargo, la negociación del Tratado de París y su implementación lamentablemente coincidieron con un periodo de euforia imperialista. Las figuras políticas dominantes en los Estados Unidos eran partidarias entusiastas de la doctrina del destino manifiesto, la cual promovía el excepcionalismo americano y la expectativa de que los Estados Unidos, "gracias a las cualidades superiores de los anglosajones . . . y a sus instituciones democráticas, inevitablemente absorberían a sus vecinos".
Estados Unidos no hizo borrón y cuenta nueva. En 1856, la Corte Suprema había establecido categóricamente lo que los Estados Unidos podía hacer constitucionalmente con los territorios que adquiría. En el caso tan vilipendiado (por otras razones) de Scott v. Sanford, el juez presidente Roger Taney escribió: definitivamente en la Constitución no se le otorga poder alguno al gobierno federal para establecer o mantener colonias fronterizas con Estados Unidos o a, a ser regidas y gobernadas a su gusto, ni para extender sus fronteras territoriales de manera alguna, excepto mediante la admisión de nuevos estados. . . . [N]o se le otorga poder alguno para adquirir territorios para que sean mantenidos y gobernados en un carácter permanentemente [colonial].
A lo mejor más importante aún, la Corte de Sanford procedió a emitir la jurisprudencia de que la Cláusula Territorial en el Artículo I de la Constitución no aplicaba a los territorios adquiridos luego de que Estados Unidos declarara su independencia de Gran Bretaña. El juez presidente Taney sostuvo que la Cláusula Territorial solo era pertinente a las tierras poseídas al establecerse el tratado con Gran Bretaña en 1783, es decir, a los Viejos Territorios del Noroeste, pero que no aplicaba a las tierras adquiridas de ese momento en adelante. La Corte además dictaminó en 1886, en Yick Wo v. Hopkins, que la Decimocuarta Enmienda garantizaba derechos iguales a "todas las personas dentro de la jurisdicción territorial [de los Estados Unidos], sin importar cualquier diferencia en raza, color o nacionalidad". Pero estos fallos, este fundamental precedente, se ignoraría.
El historiador Rubin Francis Weston describe de modo contundente lo que realmente pasó en el ámbito político de esos tiempos en su libro Racism in U.S. Imperialism (Racismo en el Imperialismo de EE.UU.):
Aquellos que abogaron por la expansión en el extranjero se enfrentaron con este dilema: ¿qué tipo de relación tendrían los pueblos nuevos con la clase política? ¿Habría de ser una relación del periodo de reconstrucción, un intento de igualdad política para razas distintas? ¿O habría de ser el punto de vista sueño contrarrevolucionario que le negaba los derechos básicos de la constitución estadounidense a la gente de color? Las acciones del gobierno federal durante el periodo imperial y la relegación del negro a un estatus de ciudadano de segunda clase indican que el punto de vista sureño fue el que prevaleció. El racismo que ocasionó la relegación del negro a una posición social inferior se aplicaría a los territorios estadounidenses en el extranjero.
El advenimiento de esta manía imperialista y racista inició una salida pronunciada de las prácticas anteriores a las que he aludido.
La transición no fue exenta de desacuerdos. En el informe de 1899 de la Comisión de Carroll, nombrada por el presidente McKinley para investigar las condiciones predominantes en Puerto Rico, se concluyó que "no debería haber duda al aseverar que el pueblo [de Puerto Rico] tiene buenos argumentos para ser considerado capaz de ser autónomo". Desafortunadamente, el gobernador militar de Puerto Rico desafió las recomendaciones de la comisión, declarando que "[l]a gente [de Puerto Rico] por lo general no tiene concepto alguno de derechos políticos ligados a responsabilidades políticas".
Lo que siguió fue un debate mordaz en el Congreso, y dicho cuerpo tomó partido por el general Davis. Esta decisión fue sumamente influenciada por consideraciones de cómo afectaría una resolución progresista en el caso de Puerto Rico al proyecto complementario que trataba con las Filipinas. Sobre esto, un senador advirtió que deberíamos "cuidarnos de esos criollos del este, con aliento de pestilencia y un toque de lepra". Con esta atmósfera maliciosa de trasfondo, el Congreso procedió a promulgar la Ley Foraker de 1900. A través de esta ley, el Congreso logró sus dos metas más apremiantes: crear un mecanismo colonial para reemplazar el régimen militar que gobernaba a Puerto Rico desde su invasión, y recaudar fondos para esta nueva administración.
Este estatuto contemplaba el establecimiento de un gobierno civil compuesto de un gobernador nombrado por el Presidente, una corte suprema, y una cámara legislativa alta, con una cámara baja elegida por los puertorriqueños. Es importante señalar que también se instituyó un impuesto sobre los bienes importados a Puerto Rico desde Estados Unidos continental. Las ganancias obtenidas de este impuesto se utilizarían para sufragar los gastos del nuevo gobierno territorial. Debido a alegatos de que dicho impuesto infringía la estipulación de uniformidad de la Cláusula de Impuestos y Consumos de la Constitución, se cuestionó su constitucionalidad, y así fue que se llegó a los Casos Insulares, lo cual le dio la oportunidad al Tribunal Supremo de definir la relación entre EE.UU. y Puerto Rico, y de determinar el poder del Congreso sobre este último.
La Corte Suprema, que era prácticamente la misma corte que había validado la segregación racial en el sur durante Plessy v. Ferguson apenas cinco años antes en 1896, prestó atención al llamado de clarín de los imperialistas, contestó con jurisprudencias que avalaban su ideología antidemocrática y autorizó los esfuerzos del Congreso para alcanzar sus ideales en la gobernanza del nuevo imperio colonial de los Estados Unidos.
La Corte Suprema no solo ignoró por completo el precedente dominante de Loughborough v. Blake, resuelto en 1820, que había determinado incondicionalmente que la prohibición contra la falta de uniformidad en los impuestos aplicaba a los territorios (en este caso, el Distrito de Columbia), sino que, tal vez en un acto más deshonroso, eludió el inequívoco y explícito precepto constitucional declarado por el juez presidente Taney, que prohibía de manera indiscutible la creación o mantenimiento de colonias por los Estados Unidos. En lugar de seguir este precedente, la corte dio luz verde al Congreso para crear un sistema colonial estadounidense bajo la consigna de algo que la corte se inventó, en la supuesta doctrina de incorporación territorial. En conformidad con esta teoría, a los habitantes de Puerto Rico, como residentes de un "territorio no incorporado", se les habría de negar cualquier protección, salvo las más fundamentales en la constitución, y el Congreso obtuvo control pleno y casi ilimitado. La susodicha PROMESA propuesta por el Congreso, solo es el ejemplo más reciente de cómo el Congreso continúa ejerciendo estos poderes. Ha habido muchas otras manifestaciones a lo largo de los 116 años de dominio colonial de los EE.UU.
El estatus de Puerto Rico no ha cambiado ni un poquito en todo este tiempo, como tampoco el estatus de sus ciudadanos. Apenas cinco años después de que a los puertorriqueños se les otorgara la ciudadanía estadounidense en 1917, la Corte Suprema decretó –de manera bastante increíble– en Balzac v. Porto Rico, que lo único que significaba la concesión de la ciudadanía estadounidense para los puertorriqueños era que ellos se podían mudar a EE.UU. continental y allí ejercer sus derechos en pleno como ciudadanos, pero que no disfrutarían de la plenitud de sus derechos como ciudadanos de EE.UU. mientras residieran en Puerto Rico, como por ejemplo, en el caso de Balzac, el derecho a un juicio por jurado.
Si hace falta otro absurdo ejemplo de esta proposición, aquí estoy yo, un juez de la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos, en la segunda corte más alta de EE.UU., votando y decidiendo sobre casos que tienen trascendencia nacional, y que, como resido en Puerto Rico donde nací y tengo mis raíces, no puedo votar por el Presidente o Vicepresidente, ni exigir representación en el cuerpo legislativo que aprueba las leyes que gobiernan y afectan cada aspecto de mi vida en Puerto Rico. Si nos olvidamos por un momento de todos los conceptos de igual protección de las leyes, del debido proceso de ley, o incluso justicia, ¿tiene esto algún sentido?
Ya que mi tiempo es limitado y ya que quisiera exponer ante este foro los hechos que demuestran, más allá de toda duda razonable, cómo se ha abusado de Puerto Rico al clásico estilo colonial, y cómo esto nos ha llevado a nuestra lamentable situación actual, permítanme presentarles la definición del término "colonia", tomada del Diccionario de Ciencias Sociales de la Unesco. El término "colonia" allí se define como "un territorio, subordinado de varias maneras –política, cultural o económica– a un país más desarrollado [en el cual] el poder legislativo supremo y gran parte de la administración recae en el país dominante, que usualmente [es] de un grupo étnico distinto al de la colonia". Uno tendría que sufrir de una disfunción grave en todo el sentido de la palabra para concluir que esta definición no le cae como anillo al dedo al aplicarse a la relación entre EE.UU. y P.R.
Esta irrefutable condición colonial, resultado directo de los Casos Insulares y del régimen que legalizaron, continúa dictando el porvenir de la Isla y sus habitantes hoy día. Cualquier intento de descartar o circunvalar este estatus denigrante como la causa de su dilema actual es, en el mejor de los casos, delusivo. Esta es la causa predecesora y subyacente, y el catalítico actual de la debacle económica en la que Puerto Rico se encuentra, ya que ha capacitado, sino promovido, un abuso significante y continuo por parte del capital americano, en detrimento de Puerto Rico y sus ciudadanos, desde el primer día.
Podríamos calificar competentemente los años 1900 a 1945 como el periodo de las plantaciones arcanas. Previamente, a finales del régimen español, el café había sido el cultivo principal de Puerto Rico. El café tenía el doble de acres en siembra, al compararse con la caña de azúcar. Más del noventa por ciento de las haciendas tenían a sus propios dueños como empleados y estas, en promedio, contaban con cinco acres.
De la noche a la mañana, de hecho ya para el 1900, Puerto Rico se convirtió en una gran plantación azucarera, mayormente explotada por megaempresas del continente –las más grandes tenían base en Massachusetts, Nueva Jersey y Nueva York. La cantidad de acres cubiertos de caña de azúcar era casi el triple de lo que era en el año 1896 y, para el 1917, un número relativamente pequeño de individuos, asociaciones y corporaciones se adueñaron de casi todas las tierras bajas cultivables de Puerto Rico. La economía y la población de la Isla dependían totalmente de ese único cultivo que convertía la caña de azúcar cruda en melaza y la enviaba, al por mayor, al continente estadounidense para refinarla y convertirla en azúcar de mesa.
Estos gigantes azucareros produjeron dividendos tan altos como un 115% de sus inversiones, y cuatro de los más grandes recibieron un promedio en rendimiento de inversión de 22.5% entre 1923 y 1930. Tres de estos productores azucareros distribuyeron a sus accionistas más de $60 millones en dividendos entre 1920 y 1935 –equivalentes a más de $1,000 millones hoy en día. Así fue que la gran mayoría de las ganancias generadas por la fuerza laboral de Puerto Rico desapareció por siempre.
El periodo de las plantaciones arcanas dio paso a una gran población sin tierra, la cual vivía por debajo del umbral de la pobreza, apenas por encima de los requisitos para subsistir. Ochenta por ciento de la población rural estaba sin tierra. Aunque entre 1915 y 1925 el salario de la industria azucarera subió de 60 centavos diarios, el costo mínimo de una dieta familiar en las áreas de producción de azúcar era de 55.5 centavos diarios.
A pesar de que la industria azucarera puertorriqueña le pagaba a sus trabajadores un salario miserablemente bajo, esta no podía competir con otras áreas de producción azucarera sin la ayuda fundamental del gobierno federal. La industria azucarera comenzó a depender de la ayuda federal y esto dio paso a un patrón de dependencia de diversos apoyos federales que aumentaron de manera exponencial, convirtiéndose en una característica "permanente" de la economía puertorriqueña y, eventualmente, contribuyendo a su colapso cuando esta ayuda no estaba disponible o cuando estaba proporcionalmente disponible.
En 1930, el ingreso per cápita anual en Puerto Rico era una quinta parte del de los Estados Unidos, con tan solo $122. Durante los próximos tres años se redujo a $85 con la llegada de la Gran Depresión. Frente a unas condiciones que podrían desencadenar hambruna y con el trabajo agricultor limitado a solo una temporada del año, la población rural sin tierra acudió en manada a las ciudades, especialmente a San Juan. Surgieron grandes barrios con hasta 100,000 personas viviendo en condiciones deprimentes, impidiéndole al gobierno local poder proveer ayuda o alivio. Como lo describió un observador estadounidense:
En pocas palabras, vi miseria, enfermedad, mugre, suciedad. Sería suficientemente deplorable presenciarlo en cualquier otro lugar... Pero verlo en un territorio estadounidense, entre personas gobernadas por los Estados Unidos desde el 1898, en una región donde hemos logrado una responsabilidad federal por 43 años, es un impacto paralizante para los creyentes de los principiosestadounidenses de progreso y civilización.
Materia de reflexión, dadas las circunstancias actuales.
Del 1898 al 1933, los Estados Unidos gastó anualmente menos de tres cuartos de millón de dólares en Puerto Rico. Durante el mismo periodo, las empresas privadas estadounidenses convirtieron a Puerto Rico en un mercado cautivo. Para el año 1910, casi todas las exportaciones de Puerto Rico se destinaban a la nación estadounidense, un patrón que apenas ha cambiado hoy en día. Para 1940, Puerto Rico sería uno de los clientes más grandes de los EE.UU, al igual que uno de los mayores suplidores de materia prima. El patrón de la era azucarera continuó con la exportación de materia prima generada en la colonia, la cual se intercambiaba por productos acabados importados de la metrópolis, promoviendo a la vez un balance cada vez más negativo de pagos contra el lado colonial.
Como si no fuera suficiente, la ley de marina mercante de 1920, también conocida como la Ley Jones, requiere que toda carga marítima transportada entre la Isla y los EE.UU se traslade en embarcaciones construidas en EE.UU y tripuladas por marineros estadounidenses –ambos requisitos siendo los más caros en el campo marítimo. Por supuesto, esto conlleva un aumento en el costo de todo lo que es transportado desde y a Puerto Rico, incluyendo alimentos y otros artículos esenciales, lo cual pone a los bienes producidos en Puerto Rico en una desventaja competitiva. Hasta el día de hoy, enviar bienes desde la costa este de los EE.UU a Puerto Rico cuesta el doble de lo que cuesta enviarlos a la República Dominicana o a Jamaica.
La llegada del Nuevo Trato a Puerto Rico, y pronto después la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, trajeron consigo un poco de alivio para esta isla afligida. De 1940 a 1945, el salario de los trabajadores de caña de azúcar se duplicó a uno mayor (a la gran cantidad de 30 centavos la hora), y el desempleo bajó de un dieciocho por ciento en 1940 a un trece porciento en 1950. Esta reducción en el desempleo fue el resultado de gastos directos del gobierno federal de más de $257 millones entre 1933 y 1942, un cambio aparente en la política provocado por la anticipación de la Segunda Guerra Mundial, y la necesidad de fortificar a Puerto Rico para proteger la costa sur de los EE.UU y cualquier acceso al Canal de Panamá.
Puerto Rico se convirtió en un campamento militar virtual. La milicia se apropió de muchas tierras y eventualmente ocupó catorce por ciento de la superficie total de Puerto Rico – la mayor proporción de tierra ocupada por la milicia en cualquier jurisdicción estadounidense. Muchas bases militares estaban localizadas en espacios primordialmente agricultores y turísticos. Por los próximos sesenta años, sin olvidar las décadas de oposición de parte de administraciones locales sucesivas, las Fuerzas Marinas de los EE.UU. llevaron a cabo bombardeos aéreos y navales, al igual que operaciones anfibias en dos de las islas municipales habitadas por civiles, Vieques y Culebra. En 1999 –cuando esta oposición estalló enormes protestas civiles después de que mataron a un ciudadano en uno de los bombardeos–, las Fuerzas Marinas finalmente descontinuaron sus operaciones militares, pero contraatacaron a la población local al cerrar todas sus bases en Puerto Rico de la noche a la mañana, afectando en gran medida a la economía de la Isla. Hoy en día el Gobierno de los EE.UU. se rehúsa a limpiar o a compensar debidamente a los residentes por los daños ambientales, ecológicos y de salud que las operaciones militares causaron.
Ya que las acciones legales no tuvieron éxito alguno, a los residentes no les quedó de otra que solicitar un alivio al Congreso. Pero, claro está, nada ha sucedido, nuevamente porque los ciudadanos de segunda clase de Puerto Rico no tienen poder político alguno cuando se trata de esto.
El final de la Segunda Guerra Mundial y la creación de las Naciones Unidas, con su supuesta postura anticolonialista codificada en su Carta, abrieron nuevas posibilidades para muchos pueblos colonizados. Los Estados Unidos, como patrocinador principal de la ONU y de la descolonización de Gran Bretaña y Francia, fue obligado a reevaluar públicamente su relación con Puerto Rico y sus habitantes ciudadanos estadounidenses. El Congreso dio un paso estratégico en esa dirección en 1950 al decretar la Ley Pública 600, la cual autorizaba a los puertorriqueños a escribir su propia constitución, sujeta a la aprobación del Congreso. Luego, el Congreso aprobó –después de realizar unos cambios– una constitución puertorriqueña que proporcionaba una medida autonómica de alcance limitado, e incluía el derecho de elegir a un gobernador y a una legislatura, al igual que nombrar funcionarios gubernamentales, incluyendo jueces.
A ello le siguió una consulta apresurada a las Naciones Unidas de parte de los Estados Unidos, para buscar una dispensación para Puerto Rico de parte de la ONU que reportara los requisitos impuestos a aquellos países que tienen territorios que no son autónomos. Esto se logró mediante muchas trampas y forcejeos de parte de los representantes de los Estados Unidos junto a algunos líderes políticos puertorriqueños, un logro que algunos describieron, muy correctamente en mi opinión, como un "engaño monumental". Pues aunque estas acciones resultaron en la expulsión de Puerto Rico de la lista de colonias de la ONU, L.P. 600 fue, en el mejor de los casos, una medida estética. Los ciudadanos de Puerto Rico continuamos en desventaja nacionalmente, incapaces de votar por el Presidente o el Vicepresidente, de ser representados en el Congreso por representantes y senadores con voto, y sin tener voz ni voto en cuanto a las leyes que nos aplican.
Para la misma época en que la L.P. 600 se estaba promulgando, la industria azucarera finalmente murió en Puerto Rico, como víctima de los altos costos de producción y competencia de otras áreas que producían azúcar. Esto fue desarrollando el ímpetu detrás de "Operación Manos a la Obra", un programa de los gobiernos de Estados Unidos y Puerto Rico diseñado para crear una nueva base industrial en la Isla. Como resultado de este programa la base industrial en Puerto Rico creció exponencialmente en los cuarenta años subsiguientes.
Entre 1960 y 1976, las inversiones directas en la Isla se dispararon y Puerto Rico constituyó el cuarenta por ciento de todas las ganancias de las compañías estadounidenses en Latinoamérica. Esta bonanza la facilitaron las estipulaciones fiscales federales y puertorriqueñas, que parcial o completamente eximían a las corporaciones de los Estados Unidos que operaban en Puerto Rico de pagar impuestos. El estímulo luego continuaría con la creación de la Sección 936 del Código de Rentas Internas, aprobada en 1976, la cual, con el objetivo explícito de crear trabajos en Puerto Rico y otros territorios, otorgó incentivos contributarios aún mayores a las compañías de los EE. UU. que demostraran que la gran mayoría de sus ingresos eran derivados de fuentes en una "posesión". Para 1977 varias compañías grandes multinacionales reportaban que más de una cuarta parte de sus ganancias mundiales venían de sus operaciones en Puerto Rico. Las compañías de químicos y las farmacéuticas fueron las que más se beneficiaron del refugio de la Sección 936: Johnson & Johnson, Smith-Kline, Merck y Bristol-Meyers se ahorraron miles de millones de dólares en impuestos entre 1980 y 1990.
Pero estos días de prosperidad pronto llegarían a su fin como resultado de la avaricia corporativa. Firmas con gastos altos de investigación, desarrollo y mercadeo, pero que contaban con costos bajos de producción, transfirieron su producción, sus patentes y marcas registradas a subsidiarias en Puerto Rico para proteger todos los ingresos generados por estos productos de los impuestos federales sobre el ingreso. A pesar de que estas manipulaciones convirtieron a Puerto Rico en el centro líder de ganancias capitales de los Estados Unidos en el mundo entero, también le costaron al gobierno federal casi $3 mil millones al año, algunos años, en impuestos sobre el ingreso perdidos. Por supuesto,como en el caso de la industria azucarera, muy poco o casi nada de las ganancias de la Sección 936 permanecieron en la Isla.
En gran medida como resultado del abuso corporativo de la exención por la 936, el Congreso decidió hacer algo con esta estipulación en 1996. Desafortunadamente, en vez de arreglar la laguna reglamentaria, el Congreso eliminó la estipulación por completo. Esto llevó a que la mayoría de las compañías que disfrutaban de la Sección 936 se mudaran a áreas libres de impuesto como Irlanda, y a países que favorecen el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), como México. Las corporaciones se llevaron los trabajos que habían creado –la verdadera razón por la que en primer lugar se estableció la Sección 936– junto a cualquier oportunidad que Puerto Rico habría tenido para recuperarse del caos económico que dejó la industria azucarera, dejando así a miles de personas sin trabajo y sumergiendo la economía de Puerto Rico en una espiral descendente.
En el tormento de este llamado "espiral de muerte", la economía actual de Puerto Rico se ha vuelto aún más dependiente de las transferencias de los EE.UU. La Isla recibe aproximadamente $16,000 millones anuales en subsidios y asistencia del gobierno federal. Pero, el balance comercial entre Puerto Rico y el territorio continental sigue siendo el mismo. Cerca del 90% de las exportaciones de Puerto Rico van a Estados Unidos, mientras el continente es responsable de una proporción similar en importaciones. La totalidad de esta secuencia de eventos, comenzando desde la época de la economía azucarera hasta el presente, y la situación actual convierten a Puerto Rico –el cual ha contribuido más riquezas a los Estados Unidos que cualquier otro país en la historia y es uno de los mercados internos más grandes de bienes estadounidenses– en un conducto para que el gobierno federal subvencione la industria de los EE.UU., mientras los subsidios a la Isla inevitablemente son repatriados cuando los puertorriqueños compran productos hechos en el continente con esos fondos. Teniendo en cuenta este hecho económico, es especialmente irónico que el Congreso discrimine en contra de Puerto Rico y sus ciudadanos en la parcelación de estos fondos.
La desigualdad discriminatoria en subsidios cuando comparamos a los ciudadanos americanos en Puerto Rico con sus contrapartes en el continente es una larga tradición y, desafortunadamente, es autorizada por ley. La Corte Suprema ha justificado el trato discriminante del Congreso en contra de los residentes estadounidenses en Puerto Rico en dos casos –Harris v. Rosario– concluyendo que "mejores beneficios podrían interrumpir gravemente la economía puertorriqueña". Esta fue una conclusión que el juez Marshall lógicamente rechazó, pues lo interpretó como una aseveración similar a que el Congreso tenía la intención de ayudar a los más pobres menos y mantener a Puerto Rico en desventaja.
Incluso hoy en día, Puerto Rico solo recibe una fracción del apoyo federal otorgado a sus contrapartes en el continente. Por ejemplo, Puerto Rico recibe un poco más de una décima parte de la cantidad de fondos de Medicaid que se envía a estados más ricos que tienen poblaciones similares o más pequeñas. Y en Puerto Rico las tasas de reembolso son solo un 60 por ciento de las tasas en el continente. Lo mismo sucede con Medicare Advantage. En general, el gasto anual por afiliado de Medicare y Medicaid en Puerto Rico es el más bajo en los Estados Unidos. La situación es un elemento esencial de los problemas económicos de Puerto Rico, ya que el gobierno local se ve obligado a cubrir la falta de financiamiento de salud pública en Puerto Rico para proveer a su población beneficios de salud mínimos.
Las posibilidades de salir de este hoyo económico son pocas. Cada día en Puerto Rico once personas o familias pierden su hogar porque no son capaces de hacer sus pagos hipotecarios. Casi la mitad de la población vive bajo niveles de pobreza, frente a un 15.5% nacional o el 11% en Connecticut y el 17% en Oklahoma, estados que reciben $56 y $38 mil millones respectivamente en subsidios anuales, comparados con los $21 mil millones que se otorgan a Puerto Rico, a pesar de la cantidad de población semejante que tienen. A esto se debe añadir que el ingreso anual promedio por familia en Puerto Rico es de menos de $19,000, frente a los $70,000 y $48,000 en Connecticut y Oklahoma, respectivamente, y no llega tan lejos como el ingreso en el continente, en vista de los múltiples factores que aumentan el costo de vida en Puerto Rico sobre el de esos estados.
Tal y como se explicó anteriormente, en la actualidad e históricamente el problema básico y fundamental de la economía puertorriqueña siempre ha sido que esta es una economía que genera una cantidad significativa de riquezas, pero que se queda con muy poca, una circunstancia típicamente colonialista. Las industrias principales de Puerto rico –químicas, farmacéuticas, electrónicas y de manufactura de equipo científico– son todas dominadas e impulsadas por compañías multinacionales basadas en los EE.UU., cuyas ganancias netas de sus operaciones en Puerto Rico superaron los $14,000 millones solo en 1995. Es la misma historia cuando se habla de turismo, la segunda industria más grande en la Isla, la cual emplea al nueve por ciento de su fuerza laboral, con casi todos los hoteles pertenecientes o controlados por capital en los Estados Unidos. En conjunto, casi cuatro de cada diez dólares generados por trabajadores puertorriqueños terminan en las arcas de una firma estadounidense.
A esto agregamos una tasa de desempleo asombrosa: ahora casi en un doce por ciento, en los últimos diez años se ha acercado a un diecisiete por ciento y nunca ha bajado a menos de diez por ciento, y aun así es cinco por ciento más alto que la tasa de cualquier otro estado, o incluso Detroit que recientemente se acogió a la bancarrota bajo las secciones del Código de Quiebras que se le negaron a Puerto Rico. Es como resultado de estas autoridades y estos fenómenos que casi la mitad de los puertorriqueños viven bajo los niveles de pobreza de los Estados Unidos. Y es como resultado de esa pobreza endémica y desempleo que varias olas de puertorriqueños han emigrado a otras partes de los Estados Unidos. Actualmente estamos presenciando una ola como esta: desde el 2010, más de 178,000 puertorriqueños se han ido de la Isla para buscar trabajo. Hoy en día más puertorriqueños viven en los cincuenta estados que en la misma isla.
En este contexto, era inevitable que Puerto Rico eventualmente enfrentaría una grave crisis fiscal, una que mayormente la causó y prolongó su condición política castrada. La era de las plantaciones arcanas ha dejado a Puerto Rico y a su pueblo en un estado económicamente deprimido. La anulación de la Sección 936 por parte del Congreso sin proveer alternativa alguna para mitigar la consiguiente enorme pérdida de trabajos, acortó la recuperación económica de la Isla; la recesión económica del continente arruinó la economía de Puerto Rico, que ya era frágil y dependiente por su estatus de colonia; y, finalmente, el éxodo masivo de puertorriqueños buscando trabajo en otras partes, personas que en su mayoría eran altamente calificadas y productivas, redujo enormemente la base contributiva de la Isla y disminuyó los ingresos. En conjunto, todos estos eventos tuvieron un efecto negativo y multiplicador, el cual destruyó la base económica de Puerto Rico y su gobierno.
Como era de esperarse, Puerto Rico fue abandonado por aquellos que se beneficiaron de los buenos tiempos de los años 1960, 1970 y 1980. Aunque Puerto Rico ni ninguna de sus instrumentalidades había caído en impagos en cualquier obligación de deuda, varias de las entidades calificadoras, encabezadas por Moody's, gradualmente fueron degradando los bonos de Puerto Rico por primera vez en su historia, anticipando un impago. Esto tuvo un efecto dominó, desencadenando clausulas de aceleración, aumentando las tasas de interés para que el Gobierno pudiera tomar prestado, reduciendo el acceso a mercados capitales, y limitando aún más la liquidez y la flexibilidad económica de estas entidades. Los eventos que han ido surgiendo son cuestiones de dominio público y no necesitan repetirse en detalle aquí.
El indiscutible y subyacente hecho y la causa del dilema de la Isla es que hay un indudable déficit democrático en la relación entre los EE.UU. y Puerto Rico. Este déficit sencillamente no se puede cuestionar seriamente en 2016, particularmente porque una gran mayoría de los votantes puertorriqueños claramente rechazaron el estatus actual en el plebiscito del 2012.
Más allá de la naturaleza evidentemente inconstitucional de este régimen colonial, numerosos acuerdos internacionales que los Estados Unidos ha firmado requieren que específicamente actúe para terminar con esta relación denigrante colonial, y que otorgue equidad política a todos sus ciudadanos. Encabezando este cuerpo de derechos convencionales está el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ICCPR, por sus siglas en inglés), un acuerdo internacional que 104 naciones habían ratificado cuando el Senado de los Estados Unidos siguió su ejemplo el 12 de abril de 1992. A través de un lenguaje unívoco, los Estados Unidos acordó que "todas las personas tienen el derecho a la autodeterminación", y que "en virtud de ese derecho, libremente determinarán su estatus político". También prometió que todo ciudadano "podrá tener" el derecho a votar y aceptó adoptar cualquier ley o medida que se podría requerir para garantizar ese derecho y todos los demás en el ICCPR.
Los Estados Unidos no solo no ha movido un dedo para cumplir con las obligaciones claras de este convenio, sino que ha activamente opuesto en las cortes cualquier intento de asegurar la implementación doméstica de sus estipulaciones. Tenemos el ejemplo más célebre de esto en el caso de Igartúa de la Rosa v. Estados Unidos, en el cual el primer circuito determinó que el lenguaje del ICCPR no establece que el tratado constituye una "aplicación directa" y por tanto esos derechos no se pueden imponer en ausencia de una legislación doméstica con ese fin. Esta conclusión es completamente errónea por muchas razones que requerirían demasiado tiempo para explicar en esta ocasión. Basta señalar para propósitos de este escrito, que esta conclusión directamente infringe la aceptación del Senado al ratificar el ICCPR de que el gobierno federal estaba, en virtud de la ratificación, obligado a hacer cumplir el tratado. Resulta increíblemente difícil entender cómo una corte pudo concluir que el ICCPR, repleto de lenguaje determinativo, no es vinculante ni de aplicación directa. La relación colonial de Puerto Rico con los Estados Unidos no solo infringe nuestra ley constitucional, sino también múltiples tratados internacionales que ahora son, según las propias acciones de Senado, leyes estadounidenses.
Ha sido a propósito que no he discutido la contribución de la clase política de Puerto Rico al fiasco en que la Isla actualmente se encuentra, pues aunque indudablemente se lleva algo de la culpa porque, primero que todo, dicha incursión significaría una discusión sin algún final previsible o resultado productivo, y segundo porque al final, si es que en algún punto hallamos un final, todo lo que encontraríamos sería que la causa subyacente y principal de los problemas de Puerto Rico es su propia condición colonial. Aunque las entidades políticas de Puerto Rico han inevitablemente desempeñado un papel, el de ellas no solo ha sido uno limitado y parroquial, sino que, aún más importante en mi opinión, no ha sido uno decisivo. Cualquier distracción de esa verdad fundamental, de que nuestra condición colonial es la causa principal del desastre al que nos enfrentamos ahora, resta valor a cualquier esfuerzo de encontrar una solución.
Para mi, no cabe la menor duda cuando contemplo cuál es el camino oportuno para terminar con el colonialismo perene de Puerto Rico. Para no correrme el peligro de simplificar demasiado un problema que no es para nada simple ni fácil de resolver, me atrevo a sugerir que lo que tenemos aquí es un problema inmenso de derechos civiles, el cual solo se puede mejorar adoptando una agenda de derechos civiles y participando de los tipos de acciones que han demostrado ser eficaces en la promoción de los derechos civiles. No tenemos que reinventar la rueda. Hay muchísimos éxitos de donde podemos sacar ejemplos e inspiración. Hace rato es hora de que los puertorriqueños unan sus esfuerzos en este frente. De hecho, en todo caso, un movimiento como este debió de haberse dado hace tiempo.
Por último, me quiero disculpar por terminar en un tono más sombrío del que he usado hasta el momento. Mi observación final es esta: si algo nos enseña la historia es que las acciones extremas provocan respuestas extremas. Cualquier criatura que se acorrala, se defenderá. Si el Congreso continúa en el camino que está forjando, si PROMESA es un reflejo de sus intenciones con Puerto Rico, debe ser consciente de que sus acciones abusivas no desencadenarán desobediencia civil o resistencia, sino radicalización o violencia directa como la que Puerto Rico vio en los 1930, 1940 y 1950. Ya hay susurros e indicios al respecto. Y así les dejo con un último pensamiento: esperemos que el Congreso y otros en posiciones importantes tomen nota y consideren las consecuencias potencialmente explosivas de la PROMESA que el Congreso le hace a Puerto Rico y a su población de ciudadanos estadounidenses que, incluso en el contexto de una relación de explotación como la de Estados Unidos hacia Puerto Rico, es completamente escandalosa.
Agradezco su paciencia y atención. Les deseo el mayor de los éxitos en esta encomiable conferencia y de más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario