Lo que le pasó al pavo
¿Cómo se ha puertorriqueñizado la tradición del Día de Acción de Gracias?
Por Ana Teresa Toro / ana.toro@elnuevodia.com
(thinkstock)
Lo nuestro es un otoño tropical de hojas verde verdísimas, de sol
y playa, de aguaceros imprudentes y más sol y más playa. Nada de hojas
amarillas, naranjas y marrones; nada de frío más allá de los refugios
de aire acondicionado y nada de recorrer larguísimas millas para seis o
diez horas más tarde llegar a disfrutar de una cena caliente con la
familia.
Lo nuestro era -y todavía es- vianda con bacalao, lechón y pasteles, aguinaldo y plena, dulces de coco y pitorro. Pero entonces llegó el 1898 y con los años fueron llegando los pavos, unos pavos robustos, pechugones, grandotes, imperiales, mucho más grande que los minúsculos pollos y guineas de nuestros campos y, claro está, mucho más ruidosos. Llegaron los pavos con sus nociones de “progreso”, con las mega cadenas estadounidenses, con el Estado Libre Asociado, con las farmacéuticas y el concreto, con las estufas eléctricas de hornos acogedores para tanta carne concentrada en un solo animal. Llegaron con los adornos alusivos a los peregrinos y a los nativoamericanos, con sus recetas de pumpking pie y todo tipo de delicias acalabazadas; con sus salsas de arándanos y sus rellenos de ingredientes misteriosos. Llegaron con la música de la Parada de Macy's de fondo en los televisores que poco a poco fueron poblando las salas de las casas de aquellos boricuas que podían comprarlos con todo y pavo. Llegaron también con los especiales de la venta del madrugador y con la fiebre heredada del Black Friday.
Con todo ello llegaron pero algo les pasó. Se los comieron. Los deglutieron. Y la digestión todo lo transforma y eso, como con toda tradición heredada, es lo que ha pasado en Puerto Rico. O es, básicamente, lo que le pasó al pavo. Noviembre en la Isla es el mes de los trajes de jíbara y las pavas con pañuelitos de colores. Más que peregrinos e indígenas de llamativas plumas, se ven niños vestidos de indio, africano o español, representando así el relato fundacional más fuerte y vivo (si es preciso o no, eso es otro tema) de la puertorriqueñidad. Y en esos cuentos no habían pavos monumentales revoloteando, en todo caso, habría algún pavo silvestre de pechugas modestas.
Pero la puertorriqueñidad contemporánea (o más propiamente, las puertorriqueñidades contemporáneas) no pueden pensarse sin la influencia de más de 100 años de presencia estadounidense en el País. De manera que si ya Santa Claus, hoy día sería muy bien recibido en un barrio como La Cuchilla donde se escenifica aquel memorable cuento de Abelardo Díaz Alfaro, eso sí con sus respectivas adaptaciones caribeñas, igualmente el pavo que llega hoy a su mesa probablemente ha pasado por más filtros culturales de los que podemos imaginar.
EN la mesa: Por un lado está el asunto gastronómico. “El pavochón es lo principal, un pavo con adobo de lechón que se hace en leña”, señala el chef Xavier Pacheco, propietario del restaurante La Jaquita Baya quien se encontraba justamente guisando un pavo para su familia, un ejemplo más de otra aproximación -desde el guiso- a las recetas con pavo. Pacheco afirma que, sin duda, se trata de una receta que “hemos criollizado” tanto desde sus acompañamientos como desde sus condimentos. El relleno tradicional que suele ser a base de maíz o de pan, en Puerto Rico tendrá mofongo, trifongo, mofongo de yuca, arroz mamposteao o con gandules. Igualmente, con los complementos. Se verán más escabeches y arroces, y en cuanto a la calabaza recuerda que estamos en temporada. “Porque contrario a lo que se piensa, aquí sí hay temporadas donde los productos están mejores y la calabaza es uno de ellos”.
Probablemente se beba más ron, pitorro o cerveza que vino y champán, o quizás no. Pero sin duda, los alimentos pasan por la experiencia de vida de quienes los preparan y de ahí el encuentro de pavos con plátanos y de dulces de calabaza con tembleques que huelen a coco. Pero la comida es sólo una manera de entender el encuentro. Porque hablar de que una cultura se apropia y hace suya, con nuevos códigos y estructuras, una tradición que entra a su espacio abarca mayores complejidades. Por un lado, el Gobierno lo ha avalado concediendo días libres para el festejo, las iglesias igualmente han integrado a sus calendarios la fecha coordinando cenas y servicios especiales, el comercio lo estimula e, incluso, la empresa privada lo ha reconocido en gran medida como día de asueto.
En la calle, además es el portal para los excesos y la efervescencia de la Navidad. Después de hoy, de alguna manera, se vale todo -o casi todo- si se trata de festejar. Muchos compran sus árboles de Navidad hoy mismo y el ambiente cambia. El País queda de fiesta.
Sin embargo, para el experto en estudios culturales Félix Jiménez considera que no se trata de que se haya puertorriqueñizado la tradición, sino que “se ha inventado una nueva fiesta”. “No es un Día de Acción de Gracias, es un bloque de gracias y excesos, de exageración que sirve de antesala a la Navidad... en el fondo es cualquier fiesta hecha a la puertorriqueña”, observa Jiménez para quien estos días traen al ambiente la noción de la libertad de no hacer nada, de comer hasta la saciedad y entregarse a los excesos de lo festivo.
En San Juan, contrario a la Casa Blanca, ningún pavo será perdonado. Llegan congelados al otoño tropical que derrite hielos pero permite fantasear con el frío.
Lo nuestro era -y todavía es- vianda con bacalao, lechón y pasteles, aguinaldo y plena, dulces de coco y pitorro. Pero entonces llegó el 1898 y con los años fueron llegando los pavos, unos pavos robustos, pechugones, grandotes, imperiales, mucho más grande que los minúsculos pollos y guineas de nuestros campos y, claro está, mucho más ruidosos. Llegaron los pavos con sus nociones de “progreso”, con las mega cadenas estadounidenses, con el Estado Libre Asociado, con las farmacéuticas y el concreto, con las estufas eléctricas de hornos acogedores para tanta carne concentrada en un solo animal. Llegaron con los adornos alusivos a los peregrinos y a los nativoamericanos, con sus recetas de pumpking pie y todo tipo de delicias acalabazadas; con sus salsas de arándanos y sus rellenos de ingredientes misteriosos. Llegaron con la música de la Parada de Macy's de fondo en los televisores que poco a poco fueron poblando las salas de las casas de aquellos boricuas que podían comprarlos con todo y pavo. Llegaron también con los especiales de la venta del madrugador y con la fiebre heredada del Black Friday.
Con todo ello llegaron pero algo les pasó. Se los comieron. Los deglutieron. Y la digestión todo lo transforma y eso, como con toda tradición heredada, es lo que ha pasado en Puerto Rico. O es, básicamente, lo que le pasó al pavo. Noviembre en la Isla es el mes de los trajes de jíbara y las pavas con pañuelitos de colores. Más que peregrinos e indígenas de llamativas plumas, se ven niños vestidos de indio, africano o español, representando así el relato fundacional más fuerte y vivo (si es preciso o no, eso es otro tema) de la puertorriqueñidad. Y en esos cuentos no habían pavos monumentales revoloteando, en todo caso, habría algún pavo silvestre de pechugas modestas.
Pero la puertorriqueñidad contemporánea (o más propiamente, las puertorriqueñidades contemporáneas) no pueden pensarse sin la influencia de más de 100 años de presencia estadounidense en el País. De manera que si ya Santa Claus, hoy día sería muy bien recibido en un barrio como La Cuchilla donde se escenifica aquel memorable cuento de Abelardo Díaz Alfaro, eso sí con sus respectivas adaptaciones caribeñas, igualmente el pavo que llega hoy a su mesa probablemente ha pasado por más filtros culturales de los que podemos imaginar.
EN la mesa: Por un lado está el asunto gastronómico. “El pavochón es lo principal, un pavo con adobo de lechón que se hace en leña”, señala el chef Xavier Pacheco, propietario del restaurante La Jaquita Baya quien se encontraba justamente guisando un pavo para su familia, un ejemplo más de otra aproximación -desde el guiso- a las recetas con pavo. Pacheco afirma que, sin duda, se trata de una receta que “hemos criollizado” tanto desde sus acompañamientos como desde sus condimentos. El relleno tradicional que suele ser a base de maíz o de pan, en Puerto Rico tendrá mofongo, trifongo, mofongo de yuca, arroz mamposteao o con gandules. Igualmente, con los complementos. Se verán más escabeches y arroces, y en cuanto a la calabaza recuerda que estamos en temporada. “Porque contrario a lo que se piensa, aquí sí hay temporadas donde los productos están mejores y la calabaza es uno de ellos”.
Probablemente se beba más ron, pitorro o cerveza que vino y champán, o quizás no. Pero sin duda, los alimentos pasan por la experiencia de vida de quienes los preparan y de ahí el encuentro de pavos con plátanos y de dulces de calabaza con tembleques que huelen a coco. Pero la comida es sólo una manera de entender el encuentro. Porque hablar de que una cultura se apropia y hace suya, con nuevos códigos y estructuras, una tradición que entra a su espacio abarca mayores complejidades. Por un lado, el Gobierno lo ha avalado concediendo días libres para el festejo, las iglesias igualmente han integrado a sus calendarios la fecha coordinando cenas y servicios especiales, el comercio lo estimula e, incluso, la empresa privada lo ha reconocido en gran medida como día de asueto.
En la calle, además es el portal para los excesos y la efervescencia de la Navidad. Después de hoy, de alguna manera, se vale todo -o casi todo- si se trata de festejar. Muchos compran sus árboles de Navidad hoy mismo y el ambiente cambia. El País queda de fiesta.
Sin embargo, para el experto en estudios culturales Félix Jiménez considera que no se trata de que se haya puertorriqueñizado la tradición, sino que “se ha inventado una nueva fiesta”. “No es un Día de Acción de Gracias, es un bloque de gracias y excesos, de exageración que sirve de antesala a la Navidad... en el fondo es cualquier fiesta hecha a la puertorriqueña”, observa Jiménez para quien estos días traen al ambiente la noción de la libertad de no hacer nada, de comer hasta la saciedad y entregarse a los excesos de lo festivo.
En San Juan, contrario a la Casa Blanca, ningún pavo será perdonado. Llegan congelados al otoño tropical que derrite hielos pero permite fantasear con el frío.
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